Hace unos meses, en el restaurante de una capital de provincia de Castilla, charlaba yo amigablemente en sobremesa con amigos de colegio: un catedrático de Física, un arquitecto y un juez superior.
Jaime Richart
Todos recién retirados de la vida activa. Era una época en que la virulencia con la que los obispos y el ala cavernaria de la derecha infectan el tema del aborto cuando les han pillado en otras cosas y no tienen respuesta, no había llegado todavía al río principal de la convocatoria que planeaban.
Hablábamos durante un par de horas de todo lo divino y lo humano menos de política, con apuntes ciertamente muy interesantes sobre las experiencias y el punto de vista respectivo acerca de cada asunto por separado: de astronomía, de biología, de Derecho, de arquitrabes... Todo iba bien, de amenidad en amenidad, cuando el físico, de repente, suelta, casi susurrando, esta bomba de espoleta retardada dirigiéndose al juez: "El gobierno está preparando una ley que obliga a abortar". El arquitecto me mira con gesto interrogante, y el juez contesta con la prosopopeya y solemnidad que les caracteriza: "Pues si la ley obliga, habrá que cumplirla"...
Por unos instantes yo no di crédito a lo que había oído, pero, vencido mi asombro, sin comentario alguno me limité a sonreír: me encontraba en el centro de una de las galaxias del didactismo, de la erudición y de la sabiduría oficiales asociadas a la suma cretinez. Allí estaban esos cuantos sembradores de la semilla maldita depositada en círculos de la sociedad para conmocionarlos primero, crear la atmósfera debida después y conducirles más adelante a las manifestaciones maliciosas. Manifestaciones de multitudes deliberadamente desinformadas pero que hacen tanto ruido como aquel aguerrido corneta de Beau Geste que, con sus notas de rebato, desde una loma de las arenas del desierto hace huir a una horda de tuaregs haciéndoles creer que detrás de él llegaba un ejército de legionarios.
Lo curioso es que los obispos y los curas que forman sus tropas no llegan tan lejos como mis amigos con sus invectivas. Seguramente porque en el fondo son lo suficientemente inteligentes como para haber podido llegar desde hace dieciséis siglos hasta donde están. Mientras que estos mentecatos ilustrados son de peor condición y de dolosa estupidez hasta el punto de preguntarme sobre mis amigos de colegio: ¿qué lecciones habrá podido dar el uno en su cátedra por las que no se filtrasen sofismas y falacias hasta deformar la mentalidad de sus alumnos? ¿qué´sentencias habrá dictado el otro en su juzgado que no hayan atentado frecuentemente contra la sensatez?
Para echarse a temblar cuando ves tan de cerca a los verdaderos vectores de una sociedad infectada de mentirosa religiosidad, de bulos, de manejos y de manipulaciones de los que por ser los más titulados, los más sobresalientes, los más homenajeados son oficialmente en definitiva “los mejores”.
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